viernes, 18 de noviembre de 2011

CUENTOS DE NAVIDAD

CUENTO DE NAVIDAD
Ray Bradbury

El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana les obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.

-- ¿Qué haremos?

-- Nada, ¿qué podemos hacer?

-- ¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!

La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.

-- Ya se me ocurrirá algo --dijo el padre.

-- ¿Qué...? --preguntó el niño.

El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neyorquinos, el niño despertó y dijo:

-- Quiero mirar por el ojo de buey.

-- Todavía no --dijo el padre--. Más tarde.

-- Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.

-- Espera un poco --dijo el padre.

El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.

-- Hijo mío --dijo--, dentro de medía hora será Navidad.

La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.

-- Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometisteis.

-- Sí, sí. todo eso y mucho más --dijo el padre.

-- Pero... --empezó a decir la madre.

-- Sí --dijo el padre--. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.

Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.

-- Ya es casi la hora.

-- ¿Puedo tener un reloj? --preguntó el niño.

Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento insensible.

-- ¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?

-- Ven, vamos a verlo --dijo el padre, y tomó al niño de la mano.

Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.

-- No entiendo.

-- Ya lo entenderás --dijo el padre--. Hemos llegado.

Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.

-- Entra, hijo.

-- Está oscuro.

-- No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.

Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. el niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.

-- Feliz Navidad, hijo --dijo el padre.

Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.



La pequeña Estrella de Navidad

De entre todas las estrellas que brillan en el cielo, siempre había existido una más brillante y bella que las demás. Todos los planetas y estrellas del cielo la contemplaban con admiración, y se preguntaban cuál sería la importante misión que debía cumplir. Y lo mismo hacía la estrella, consciente de su incomparable belleza.

Las dudas se acabaron cuando un grupo de ángeles fue a buscar a la gran estrella:

- Corre. Ha llegado tu momento, el Señor te llama para encargarte una importante misión.

Y ella acudió tan rápido como pudo para enterarse de que debía indicar el lugar en que ocurriría el suceso más importante de la historia.
La estrella se llenó de orgullo, se vistió con sus mejores brillos, y se dispuso a seguir a los ángeles que le indicarían el lugar. Brillaba con tal fuerza y belleza, que podía ser vista desde todos los lugares de la tierra, y hasta un grupo de sabios decidió seguirla, sabedores de que debía indicar algo importante.

Durante días la estrella siguió a los ángeles, indicando el camino, ansiosa por descubrir cómo sería el lugar que iba a iluminar. Pero cuando los ángeles se pararon, y con gran alegría dijeron “Aquí es”, la estrella no lo podía creer. No había ni palacios, ni castillos, ni mansiones, ni oro ni joyas. Sólo un pequeño establo medio abandonado, sucio y maloliente.

- ¡Ah, no! ¡Eso no! ¡Yo no puedo desperdiciar mi brillo y mi belleza alumbrando un lugar como éste! ¡Yo nací para algo más grande!

Y aunque los ángeles trataron de calmarla, la furia de la estrella creció y creció, y llegó a juntar tanta soberbia y orgullo en su interior, que comenzó a arder. Y así se consumió en sí misma, desapareciendo.

¡Menudo problema! Tan sólo faltaban unos días para el gran momento, y se habían quedado sin estrella. Los ángeles, presa del pánico, corrieron al Cielo a contar a Dios lo que había ocurrido. Éste, después de meditar durante un momento, les dijo:

- Buscad y llamad entonces a la más pequeña, a la más humilde y alegre de todas las estrellas que encontréis.

Sorprendidos por el mandato, pero sin dudarlo, porque el Señor solía hacer esas cosas, los ángeles volaron por los cielos en busca de la más diminuta y alegre de las estrellas. Era una estrella pequeñísima, tan pequeña como un granito de arena. Se sabía tan poca cosa, que no daba ninguna importancia a su brillo, y dedicaba todo el tiempo a reír y charlar con sus amigas las estrellas más grandes. Cuando llegó ante el Señor, este le dijo:

- La estrella más perfecta de la creación, la más maravillosa y brillante, me ha fallado por su soberbia. He pensado que tú, la más humilde y alegre de todas las estrellas, serías la indicada para ocupar su lugar y alumbrar el hecho más importante de la historia: el nacimiento del Niño Dios en Belén.

Tanta emoción llenó a nuestra estrellita, y tanta alegría sintió, que ya había llegado a Belén tras los ángeles cuando se dio cuenta de que su brillo era insignificante y que, por más que lo intentara, no era capaz de brillar mucho más que una luciérnaga.

“Claro”, se dijo. “Pero cómo no lo habré pensado antes de aceptar el encargo. ¡Si soy la estrella más pequeña! Es totalmente imposible que yo pueda hacerlo tan bien como aquella gran estrella brillante... ¡Que pena! Mira que ir a desaprovechar una ocasión que envidiarían todas las estrellas del mundo...”.

Entonces pensó de nuevo “todas las estrellas del mundo”. ¡Seguro que estarían encantadas de participar en algo así! Y sin dudarlo, surcó los cielos con un mensaje para todas sus amigas:

"El 25 de diciembre, a medianoche, quiero compartir con vosotras la mayor gloria que puede haber para una estrella: ¡alumbrar el nacimiento de Dios! Os espero en el pueblecito de Belén, junto a un pequeño establo."

Y efectivamente, ninguna de las estrellas rechazó tan generosa invitación. Y tantas y tantas estrellas se juntaron, que entre todas formaron la Estrella de Navidad más bella que se haya visto nunca, aunque a nuestra estrellita ni siquiera se la distinguía entre tanto brillo. Y encantado por su excelente servicio, y en premio por su humildad y generosidad, Dios convirtió a la pequeña mensajera en una preciosa estrella fugaz, y le dio el don de conceder deseos cada vez que alguien viera su bellísima estela brillar en el cielo.


La mejor elección

Rod y Tod. Así se llamaban los 2 afortunados niños que fueron elegidos para ir a ver al mismísimo Santa Claus en el Polo Norte. Un mágico trineo fue a recogerlos a las puertas de sus casas, y volaron por las nubes entre música y piruetas. Todo lo que encontraron era magnífico, ni en sus mejores sueños lo habrían imaginado, y esperaban con ilusión ver al adorable señor de rojo que llevaba años repartiéndoles regalos cada Navidad.

Cuando llegó el momento, les hicieron pasar a una grandísima sala, donde quedaron solos. El salón se encontraba oscuro y vacío: sólo una gran mesa a su espalda, y un gran sillón al frente. Los duendes les avisaron:

- Santa Claus está muy ocupado. Sólo podréis verlo unos segunditos, así que aprovechadlos bien.

Esperaron largo rato, en silencio, pensando qué decir. Pero todo se les olvidó cuando la sala se llenó de luces y colores. Santa Claus apareció sobre el gran sillón, y al tiempo que aparecía, la gran mesa se llenaba con todos los juguetes que siempre habían deseado ¡Qué emocionante! Mientras Tod corría a abrazar a Santa Claus, Rod se giró hacia aquella bicicleta con la que tanto había soñado. Sólo fueron unos segundos, los justos para que Tod dijera "gracias", y llegara a sentirse el niño más feliz del mundo, y para que Santa Claus desapareciera antes de que Rod llegara siquiera a mirarle. Entonces sintió que había desperdiciado su gran suerte, y lo había hecho mirando los juguetes que había visto en la tienda una y otra vez. Lloró y protestó pidiendo que volviera, pero al igual que Tod, en unas pocas horas ya estaba de regreso en casa.

Desde aquel día, cada vez que veía un juguete, sentía primero la ilusión del regalo, pero al momento se daba la vuelta para ver qué otra cosa importante estaba dejando de ver. Y así, descubrió los ojos tristes de quienes estaban solos, la pobreza de niños cuyo mejor regalo sería un trozo de pan, o las prisas de muchos otros que llevaban años sin recibir un abrazo u oír un "te quiero". Y al contrario que aquel día en el Polo Norte, en que no había sabido elegir, aprendió a caminar en la dirección correcta, ayudando a los que no tenían nada, dando amor a los que casi nunca lo tuvieron, y poniendo sonrisas en las vidas más desdichadas.
Él solo llegó a cambiar el ambiente de su ciudad, y no había nadie que no lo conociera ni le estuviera agradecido. Y una Navidad, mientras dormía, sintió que alguien le rozaba la pierna y abrió los ojos. Al momento reconoció las barbas blancas y el traje rojo, y lo rodeó con un gran abrazo. Así estuvo un ratito, hasta que Rod dijo con un hilillo de voz acompañado por lágrimas.

- Perdóname. No supe escoger lo más importante.

Pero Santa Claus, con una sonrisa, respondió:

- Olvida eso. Hoy era yo quien tenía que elegir, y he preferido pasar un rato con el niño más bueno del mundo, antes que dejarte en la chimenea la montaña de regalos que te habías ganado ¡Gracias!

A la mañana siguiente, no hubo ningún regalo en la chimenea de Rod. Aquella Navidad, el regalo había sido tan grande, que sólo cabía en su enorme corazón.

Cuento  Primer pesebre de la Historia
Graccio, Italia, 1223

Leyenda Mayor
San Bonaventura

 Tres años antes de su muerte, San Francisco decidió celebrar con la mayor solemnidad posible, cerca de Greccio, el recuerdo del nacimiento del Niño Jesús, con el fin de aumentar la devoción de los pobladores (...)

Hizo preparar un pesebre, consiguió algo de heno y trajo un asno y un buey. Convocó a sus hermanos y acudieron todos los vecinos al lugar. En el bosque retumbaban los cantos y esa noche venerable se vestía de esplendor a la luz de las antorchas relucientes y al compás de los cánticos que resonaban fuerte y alto. El hombre de Dios, parado frente al Pesebre y lleno de piedad, derramaba lágrimas y desbordaba de alegría. La misa se celebró usando el Pesebre por todo altar. Francisco cantó el Santo Evangelio y más tarde habló y relató al pueblo reunido el Nacimiento de un rey pobre que llamó con ternura y amor al Niño de Bethlehem (Belén). El señor Juan de Greccio, caballero virtuoso y leal, que había abandonado las armas de los príncipes de la tierra por amor a Cristo, afirmó que él había visto a un niño muy hermoso que descansaba en la cuna y que pareció despertar cuando el bendito Padre Francisco lo tomó en sus brazos.

Esta afirmación está suficientemente acreditada por la santidad del piadoso caballero pero también lo está por la verdad que expresa y por los milagros que siguieron. El ejemplo que Francisco ofreció al mundo despertó, en efecto, a las almas dormidas, y el heno del Pesebre conservado por el pueblo, sirvió de remedio para los animales enfermos y de salvaguarda contra todo tipo de desgracia.




http://cuentosparadormir.com/infantiles/cuento/la-pequena-estrella-de-navidadAutor.. Pedro Pablo Sacristán
http://www.navidadlatina.com/cuentosypoesias/CuentodeNavidad.asp


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