Los días en el zoológico eran lentos y aburridos.
Cuando los chicos lo visitaban encontraban bestias bostezando, holgazaneando y con un humor de humanos.
Se acercaba Carnaval y al león, autodeclarado Rey de los Animales, se le ocurrió hacer algo para levantar el ánimo del bicherío.
—¡Un baile de disfraces! —propuso con una garra al aire. Llamó a los monos, que solían escapar de su jaula y vagar por el lugar sin que nadie les dijera nada—. Inviten a todos a la fiesta —ordenó—. La condición: venir disfrazado de otro animal. Habrá premios para el más original, el más divertido y ¡elegiremos Reina y Rey del Carnaval del Zoo!
A los monos les encantó. Y alborotados se fueron a dispersar la invitación por jaulas y recintos. A medida que el bestiaje se fue enterando, confirmó su presencia y dejó de lado bostezos, holgazanería y mal humor. En cambio, se ocuparon de crear y confeccionar el mejor disfraz de animal que puede usar un animal.
Llegó el día del baile. No faltaba ninguno, aunque ninguno era a simple vista quien parecía. Había que tener ojo de lince para descubrir cuál era cuál.
El camello se guardó las jorobas vaya uno a saber dónde, se pintó de verde y pasó como un cocodrilo perfecto. El rinoceronte estaba encantado bajo la piel del zorrino, pero se había vaciado diez frasquitos de colonia para no quedarse sin pareja de baile. Veintidós monos tití, uno encima del otro, pintados de amarillo y con dos barquillos en la cabeza del último eran una jirafa divina.
El papagayo, disfrazado de puma, puso un disco y con la música se armó el bailongo. Bajo una lluvia de maní y lechuga, la primera pareja en salir a la pista fue la de la boa constrictora disfrazada de gorila y el canguro enfundado en un traje de ardilla. Se bailó milonga, roca y chotis.
Hubo situaciones raras. El ratón, disfrazado de tigre, perseguía al tigre disfrazado de gacela.
—¿Ahora sabés lo que se siente? —le decía el roedor, muerto de risa mientras gruñía y mostraba sus colmillos de mentirita.
El koala salió de su eterna siesta y convenció a todos de que era una nerviosa lagartija y el pingüino, camuflado como un lobo feroz, iba de un lado a otro gritando: “¿Alguien vio a Caperucita?”.
En determinado momento, el león, bajo las plumas de un búho y en dos patas desde la rama de un árbol, anunció los premios. Hubo nerviosismo y emoción. El más original resultó un oso polar. Le había pedido prestado el secreto al camaleón para cambiar de colores según la ocasión y ahora era blanco, al segundo rojo, al instante verde y luego, azul, violeta, amarillo. ¡Parecía un arbolito de Navidad!
—¡Aquí hay acomodo! —comentó entre dientes la cebra. Estaba fula porque había sido la menos creativa: se pintó las rayas blancas de negro y se conformó con ser un caballo azabache.
El más divertido fue el hipopótamo. Ninguno entendió cómo hizo para pasar por colibrí, abrir las alas y sobrevolar la pista de baile. ¡Increíble!
Se anunció la Reina: la elefanta, que se había ido de bambi. El Rey fue el jabalí, que finalmente se sentía bello dentro de su atuendo de pavo real.
Entonces, el león lanzó la propuesta:
—¿Y si nos quedamos así?
Ninguno se negó. Habían hallado el modo de hacer entretenida la vida en el Zoo. Y así volvieron a sus jaulas. Pero no funcionó. A los chicos no les gustó ver a la serpiente coral bajo la pelambre del cebú o a la pantera comiendo maní como el chimpancé. Y a decir verdad, el ñandú no rugía tan bien como el león.
Pronto, todos los visitantes dejaron de ir. El lugar fue más aburrido que nunca.
—¡Cada cual a lo suyo! —ordenó el Rey de los Animales—. No hay mejor que ser uno mismo.
Y, sin contradecirlo, gustoso el animalerío obedeció. Eso sí, no sólo pensando en cómo hacer que sus días fueran divertidos y productivos, sino también… ¡en el disfraz que usarían el Carnaval del año siguiente!
Fin ✿◕‿◕✿
® Red Escolar, México 2009
Ilustración sin derechos de autor
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